Teniendo al fútbol como eje, las historias de este libro trascienden los linderos de un campo de juego y combinan con destreza la crítica social, la ironía y el humor. Relatos que hinchas y no hinchas del balompié pueden disfrutar por igual.
Un libro a todas luces recomendable no sólo por el interés que concitan sus historias, sino por el efecto evocador que suscitan y que no dejarán impasibles a los lectores.
Pedro Cornejo Guinassi
Estás leyendo un fragmento de:
El partido había terminado. Una sonrisa plena se dibujó en su rostro mientras doña Teresa, la compañera de toda la vida, se acercó para abrazarlo. En la televisión, narrador y comentaristas, emocionados, ensalzaban las virtudes del combinado patrio que había logrado remontar un marcador adverso y ganar tres puntos valiosísimos en la lucha por un cupo al Mundial.
Cuando fue el turno del “Loco” Sandrini, el exportero llegado décadas atrás desde el Río de La Plata, este saludó la victoria con la voz quebrada, lanzó una arenga apenas inteligible y, ya un poco más sereno, advirtió que, a pesar del triunfo, el once nacional debía mejorar en su juego, sobre todo si en pocos días se debía ir a Montevideo a jugar contra los recios uruguayos. Sí, el próximo partido era contra Uruguay y en el Centenario. De inmediato, don Víctor se repitió a sí mismo en un murmullo casi inaudible: “Uruguay en el Centenario”. Sabía lo que eso significaba, no solo para la selección, sino también para él. Para la selección, un desafío enorme, especialmente debido al nivel que los celestes exhibían en esas eliminatorias y por el peso de su camiseta y de la historia; para él, convertirse, como cada cuatro años desde que la eliminatoria era una competencia de todos contra todos, en un personaje recurrente en la prensa y la televisión los días previos al juego contra los orientales.
“Contra Uruguay en Montevideo… Vieja, hay que arreglar un poco esto, seguro en unos días van a empezar a venir”, le dijo a Teresa, quien ahora miraba con un gesto adusto la televisión. “Arreglar un poco esto” significaba quitar el polvo de los muebles, acomodar los cuadros con añejas fotos de don Víctor vestido con las camisetas de los equipos por los que jugó y de la selección, y otros con amarillentos recortes de diarios; desaparecer las pilas de revistas, periódicos y papeles amontonados sobre la vitrina; quizá, cambiar la descolorida cortina y, de ser posible, echar algo de cera a las maltratadas tablas del piso.
La experiencia les había enseñado que cada vez que Perú debía jugar con Uruguay en Montevideo, el teléfono (uno fijo, obvio, porque ellos no tenían celulares, ni correos electrónicos ni nada de esas cosas) sonaba más que durante todo el resto del año. Y todas las llamadas tenían el mismo objetivo, concertar una entrevista con él para que contara una vez más, los detalles de aquella lejana tarde montevideana en la que dos goles suyos sirvieron para que Perú venciera a los celestes por primera vez en el Centenario y clasificara al Mundial.
Aquella noche, antes de dormir, mientras en la televisión se comentaba aún el triunfo nacional, recordó por breves momentos el día en que se convirtió en un ídolo eterno de la afición más allá de lo errática de su carrera, que lo llevó a pasar de un equipo a otro, temporada tras temporada, hasta su clandestino retiro a los 37 años. Él seguiría siendo el “Verdugo del Centenario”, el “Demonio blanquirrojo” —como lo bautizó la prensa charrúa—, el hombre que amortiguó con el pecho un balonazo lanzado desde treinta metros y lo dejó caer hasta ponerlo al alcance de su pierna derecha que se encargó de enviarlo al fondo del arco celeste, y que, por si fuera poco, cinco minutos después acompañara a Mosquera en ese letal contragolpe hasta el área rival, él observando con detenimiento al compañero que soltó con precisión la pelota para que solo tuviera que darle un suave toque que se convirtió en el segundo gol. Claro, fueron cerca de cuarenta metros perseguido por aquel oriental, enorme, pétreo, a quien sentía respirar tan cerca, recordaba ese tramo final sobre la cancha barrosa y la cara del arquero, que se acercaba en sentido contrario, incrédulo, inerme, mientras intentaba una defensa que sería inútil, y esa loca carrera para abrazarse con Mosquera y caer a ese lodazal donde fueron sepultados por los compañeros que, uno tras otro, llegaron para dar forma a esa pirámide de alegría que era replicada a miles de kilómetros en todo el territorio nacional.
Despertó y temprano en la mañana salió como era su costumbre para comprar pan, café y dos tamales para el desayuno. En su breve recorrido hasta la panadería del barrio, fueron varias las personas que se acercaron para saludarlo, recordarle —como si fuera necesario— que el próximo partido sería contra Uruguay o para comentar el partido de la noche previa. Esto, por lo general, no ocurría; lo normal era que intercambiara parcos saludos con algunos vecinos y con quienes lo atendían cuando compraba algo. Antes de volver a casa, caminó hasta el quiosco de la esquina para comprar un par de diarios. Se detuvo y observó las portadas dispuestas a modo de un muro que cubrían los costados del quiosco.
Esbozó una sonrisa al leer los titulares: ¡Te amo, Perú!, ¡Guerreros!, ¡Triunfo con huevos!, ¡Ganamos, carajo!, ¡Qué venga Uruguay!, ¡Cada vez más cerca!... Le parecía haber leído cosas similares luego de un triunfo anterior, era como si solo los tabloides hubieran decidido intercambiar los encabezados entre sí. Sonriente, don Nico, el quiosquero, le alcanzó los dos periódicos que solía comprar y le añadió un ejemplar de Golazo: “Hoy, todo gratis, don Víctor, todo gratis”. El veterano goleador guardó en su bolsillo el sol que tenía listo para pagar, agradeció al quiosquero y luego se despidió, no sin antes intercambiar algunas palabras con él. Una vez que creyó haber cumplido con la cortesía, se despidió por segunda vez, pero hubo de detenerse ante el pedido de alguien a quien no conocía, que llegó para comprar un diario y, al verlo, le pidió tomarse un selfie, pedido al que accedió sin mucho afán.
Al volver a casa, mientras su señora seguía con atención los noticieros, miró la televisión y observó aquellas imágenes en blanco y negro, en las que él, joven y fuerte, marcaba ese par de goles que lo posicionaron para siempre en el parnaso futbolero nacional. “Ya empezaron”, le comentó su esposa quien se incorporó de una silla para preparar el café. En la mesita, un par de desportilladas tazas esperaban mientras don Víctor había ya colocado los tamales en sendos platitos, y luego vertió en ellos el contenido de la bolsita con la zarza de cebolla.
Y sí, ya habían empezado. Veían a los relatores de noticias más sintonizados de la mañana enfundados en camisetas blanquirrojas mientras presentaban notas del partido y comentaban detalles de lo ocurrido la víspera. La situación no era diferente en otros canales, donde incluso aquellos que habían hecho de la crítica a la selección y a sus jugadores un hábito y, en ocasiones, una costumbre malhadada, no escatimaban elogios para el equipo nacional.
“Ya apaga eso”, le dijo a su esposa y comenzaba a hojear un diario cuando el sonido del timbre los sorprendió. Se levantó y dirigió hacia la puerta. Un nuevo timbrazo lo sorprendió a medio camino y lanzó un carajo, molesto por la impaciencia del visitante. Abrió y en tanto se asomaba vio a tres personas, una llevaba un micrófono, otra una cámara, y la tercera sostenía unos cables. Metros más allá, divisó una camioneta con el logo de un canal de televisión y a algunos curiosos que asomaban la cabeza. “¡Arriba, Perú, don Víctor!” logró escuchar, al momento en que la persona que llevaba el micrófono se presentaba y le decía que “venían por una nota a propósito del próximo partido de la selección”.
—Pero hubieran llamado, pues… Estoy desayunando.
—Solo unos minutitos, don Víctor. Vamos a salir en
directo.
—Bueno, pasen.
La pelota manchada es una obra que, más allá de la pasión por el fútbol, se adentra en las vivencias de futbolistas, hinchas y personajes vinculados a este deporte. En sus 292 páginas nos presenta entrañables historias que, como la vida misma, dan cuenta de victorias efímeras y derrotas dolorosas.
This method does not allow payments greater than 500 per day.
Debes escanear el código QR y realizar el abono al tipo de cambio actual en soles, luego hacer clic en "Continuar" para adjuntar la captura de pantalla (es la única prueba de pago). Así podrás completar la compra